Las siete, y en la cocina ya.
Saco el tarro del café.
Muelo una parte y lo deposito
en el filtro de la sumisa cafetera.
Al fuego, el agua y el café.
Vierto el café recién hecho en una taza forgiana.
Añado leche a la taza, que esperaba,
indiferente, con su café.
Me lo tomo, como me gusta, bien humeante.
Dejo la taza,
que tenía el café con la leche, sobre la encimera.
Me acerco a la puerta para salir al trabajo.
Y miro, antes de dar un portazo,
de reojo y con complicidad,
a la taza que tuvo el caliente café con leche
que fingidamente me conforta.
Bienvenue, la rutina.
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