E V O L U C I O N A M O S

martes, 1 de marzo de 2011


Evolucionamos. En Caborana, también. Permanentemente. A tometer. Y el continuo cambio progresivo se manifiesta claramente en los estándares personales de relevancia social de cada momento histórico. Parámetros que pretendieron diferenciar, claramente y sin ningún género de duda, al distinguido de la plebe. Siempre. Utilizando como método, la confrontación entre haberes y necesidades.





Retrotrayéndonos al tiempo de nuestros padres, en épocas conocidas como de la fame, la prestancia social, en contraposición con la ruindad general, la proporcionaba el estar gordo. Obeso. Sonrosado. Mofletudo. Con mucha carne. Mantecoso. Esa simpleza, enfermiza y física, servía de distinción.

Superado aquel período, cuando toda la población tuvo acceso, vía Economato, al pan, aceite, azúcar, patatas,.., mediante el trueque, a pelo, de los productos alimenticios por el salario mensual de la Empresa, no pudiendo establecerse diferencias físicas aparentes entre las personas, mas allá del guapo-feo, los distinguidos caboranenses, para hacerse notar, recurrieron a la máquina. Y se comenzó el mercadeo selectivo de coches. Primero, cuatros-cuatro, cincos-cinco y seiscientos. Luego ochocientos cincuenta. Mas tarde, ciento veintisietes y simcas mil. Dejo al margen, deliberadamente, el morris inglés que le tocó en un sorteo a Fredo el de los Arradios. Trastos, todos ellos, que no estaban al alcance del ciudadano de base. Del mineru.

Coetaneamente con la motorización singularizada y con el paseo por la carretera, arriba y abajo, de acelerón en acelerón, con el codo izquierdo fuera de la ventanilla, supuso un plus distintivo en el pueblo la pertenencia al Casino, precisando, inicialmente, que no todos los propietarios de vehículos eran socios del Casino, y no todos los miembros de la Entidad estaban motorizados. Excepciones por ambas partes, que confirmaban la situaciones descritas, la distintiva y su contraria.
Con el pago de una modesta cuota se tenía acceso a: una barra compartida con la gente bien y con los poderes fácticos de la localidad, se podían jugar partidas de cartas con barajas nuevas, intercambiar las pesetas de bolsillo en acalorados juegos de envite, poner apodos o motes a los vecinos de la otra acera, y asistir a sesiones, en pase privado, con el inigualable Kaniska. En fin, a una programación de un Centro Cultural concienzuda, variada, estudiada, estructurada, versada y suficiente como para distinguir per se.







El cambio de directivos en la Entidad Cultural, el traslado de la sede social del distinguido local de planta baja de la Carretera a la primera planta de un inacabado edificio de ladrillo hueco doble sin revestir, la apertura incontenible a nuevos asociados, muchos de ellos facilitados por la vía parental y de casamiento de jóvenes de una parte y de otra de la carretera, fueron las causas por las que empezó a correrse la especie de que el Casino ya no era lo que fue. Hubo deserciones. Y cierto choteo, desde el, mas analítico y crítico, otro lado. Y determinada gente empezó a no dejarse ver, en horas diurnas, accediendo o saliendo del local social – de noche, seguían siendo pardos todos los raposos -.. Y a cambio, pipa en ristre, en dicho horario, se paseaban por el pueblo, cargados de libros. Había que tener libros. Y exhibirlos. Lo de leerlos, vino después. Apareciendo en escena nuestros intelectuales.


Los que leyeron alguna página de aquellos libros o de otros prestados gustosamente por Flora la bibliotecaria, memorizando máximas ajenas, se incorporaron al naciente despertar político. Y, por incompetencia propia, no pudiendo aportar por otro mecanismo laboral ningún valor añadido a la sociedad, se hicieron profesionales de aquello. A codazos. Echándole mucho morro. Abjurando de principios anteriores. Aferrándose a sus privilegios. Desobedeciendo razones. Con comportamientos despóticos. Ya los reconocisteis, seguramente. Son nuestros representantes. Nuestros políticos. Nuestros alcaldes. Y llevamos dos. El último, el Eterno. El que piensa abdicar en su yerno.


Desde la inopia que representa la suposición de que todas las aceras eran más amplias que la Cera Ancha, la sociedad caboranense se convirtió en un intercambio permanente de compro-vendo-cambio. Vorágine capitalista local. Y, ¡vale más, quien más tiene! Al amparo de esa filosofía y de la nueva estructura política comandada por un gobernante de la localidad, emerge un espécimen nuevo en el pueblo. El que se favorece de las decisiones de los dirigentes sacando tajada en connivencia con ellos, generando dinero suficiente para todos. El del enriquecimiento veloz. Recalificando. Adjudicando a dedo. O privatizando servicios. Son los especuladores. Sí, éste y aquel. El otro. Más el Chanqueiro.







El resultado final, al que no se le ve salida y que llaman los especialistas genéricamente crisis, es el de una población harta. Fartuca, focalizandola localmente. Descontenta. Recelosa. A la que, para mas inri, se le acusa de ser la causante de la desastrosa situación general por haber encumbrado al poder a aquellos desvergonzados dirigentes y, lógicamente, se le castiga con el soporte del coste de la recuperación y del desaguisado generado por la suma de las dos últimas especies evolutivas, políticos y especuladores, surgiendo, como consecuencia, un variopinto entramado social de licenciados, estudiantes, profesionales, artistas y jóvenes, que han de cobijarse en el paraguas de las prejubilaciones familiares. Precaristas laborales. Expectantes, todos ellos, de la lotería de un trabajo remunerado. Son como una epidemia. Nuestros parados.


Y, … resta y sigue.


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